Vaiana, redefiniendo la magia Disney

moana

Algo ha cambiado en las producciones del Disney más contemporáneo. Quizás no en la forma pues Vaiana, al igual que lo fueron Enredados o Frozen, es una película cuidadosamente compuesta para el entero disfrute del gran público. Sin embargo, no deja de asombrarnos que la compañía del ratón Mickey, muy poco a poco, en pequeñas dosis con cuentagotas, vaya rompiendo con algunos de sus más inquebrantables convencionalismos, aquellos que llevan instaurados en sus estudios desde hace décadas.

Sin apenas darnos cuenta empezamos a acostumbrarnos a que en sus cintas la heroína no necesite de un príncipe azul para salvarla de los males del mundo. De hecho, ya ni siquiera requiere un interés romántico que la mueva a llevar a cabo las más magníficas hazañas.

También empezamos a ver con naturalidad un muy bienvenido desahogo creativo que apunte a nuevas y exóticas culturas, o en menor medida que el rol de villano de la función parezca cada vez más prescindible en un mundo ya de por sí suficientemente complejo y amenazador, si bien es cierto que muchos ya empezamos a añorar con nostalgia la diversión que nos propiciaron algunos de los más grandes malvados creados por la factoría.

Esto no significa que se haya renunciado a algunas de las temáticas históricamente más recurrentes: la búsqueda de nuestro propio legado, la rebeldía frente al destino que se nos ha impuesto, el poder de la amistad… Nada de eso se echa en falta en Vaiana, una producción cuya historia no necesita ser particularmente inspirada para funcionar como un reloj y regalarnos momentos ciertamente memorables.

La epopeya, que tras un comienzo algo tibio acaba volcándose por completo en la aventura, es además un verdadero homenaje a la cultura polinesia, a su tradición y a sus mitos, que quedan plasmados en pantalla sin necesitar de excederse en palabras para transmitir toda su esencia y belleza.

En todo caso, y como suele ser habitual, gran parte de su encanto reside en algunos de los personajes que conoceremos en el viaje de la joven protagonista para descubrir el origen del mal que amenaza a su pueblo. El principal de ellos, Maui, es el encargado de encender la chispa en una cinta que ve acelerado su ritmo una vez este semidiós, de carácter vanidoso y temerario, hace acto de presencia. Él y Vaiana conformarán una atípica pareja condenada a entenderse y cuya relación es el alma de un relato en el que también tienen cabida un escueto elenco de secundarios y por supuesto un par de animalillos víctimas de las ansias del merchandising y que pasan bastante desapercibidos, pese a los esfuerzos por parte de uno de ellos de aportar cierta comicidad a la función.

Pero más allá de la trama central, menos trágica y más desenfadada que en anteriores ocasiones, no podemos olvidar que nos encontramos ante un musical que consigue brillar con luz propia gracias a sus excelentes composiciones y sobre todo a la mezcolanza de la que hace gala. Las sinfonías tribales se combinan ágilmente con temas melódicos llamados a hacerse un hueco en las próximas nominaciones a los Oscar y con otros más gamberros y delirantes. Y es que si la suave voz de Vaiana aporta la pasión y el sentimiento a la parte más conmovedora de la película, el número musical de Maui sorprende no sólo por su imaginativa puesta en escena, sino también por la audacia de su letra. Casi tan refrescante resulta otra de las canciones interpretadas en el último tercio de la cinta por una criatura un tanto extravagante pero que, dicho esto, merece la pena descubrir.

Puro espectáculo en consonancia con un producto que visualmente resulta delicioso, tanto en lo que se refiere a la animación como en la propia imagen en la que se saca el máximo partido a una paleta de colores que entra por los ojos desde el primer minuto. Un retrato paradisíaco que nos invita a sentir las olas de las soleadas playas del Pacífico y caminar hasta perdernos en la inmensidad del mar.

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