Westworld: el parque se pierde en su propio laberinto esta segunda temporada

Westworld está hecho de mentiras: el parque, los que son robóticos, los que no (aunque de esos cada vez quedan menos)… y eso tiene sus peligros aunque tu premisa prometa mucho. Los giros de guión están muy bien cuando no son recursos cómodos para coger la calle de en medio. Y eso es lo que ha hecho Westworld, ha creado tantas líneas temporales, se ha enredado tanto en su propio laberinto que al final no le ha quedado otra que dar un zambombazo, romper la pared y decir “aquí no ha pasado nada”.

Si la primera temporada reflexionaba sobre la conciencia de los anfitriones y sobre las características del libre albedrío con suficiente soltura como para que olvidáramos  que se trataba de pseudo-filosofía, en esta tanda de episodios ni la voz de Anthony Hopkins ha conseguido evitar el tufillo a vendedores de humo que exudaban los grandilocuentes diálogos. Pero eso no significa que la serie de HBO no haya tenido algunos destellos brillantes, que los ha tenido: el mundo shogun estaba lleno de posibilidades y el capítulo centrado en Akecheta fue uno de los más espirituales y bellos de la serie.  Pero igual que el hombre de negro, Westworld esta temporada ha pecado un poco de autocomplacencia y un mucho de buscar la profundidad del mar cuando en realidad están nadando en un lago.

Demasiados desvíos, demasiadas digresiones y un Ford ex machina de más han disminuido el atractivo. Es mucho más difícil que tu corazón se rompa por ciertos personajes cuando sabes que cuando quiera el mago va sacar el conejo de la chistera para traerles de vuelta, o para convertirles en aquello que la trama necesita de ellos aunque no encaje. ¿Cómo se nos va a romper el corazón por el sacrificio de Teddy cuando sabemos que va a volver vía canica? ¿Cómo vamos a horrorizarnos ante la degradación del hombre de negro si igual ni él es él mismo? ¿Cómo vamos a apreciar la tragedia de Clementine cuando es la Jean Grey de Delos y sabes que va a volver una y otra vez, una herramienta hermosa y sin diálogo al servicio de una trama que ha olvidado a sus personajes?

Los guionistas saben que sus dos grandes bazas son Maeve  (Thandie Newton) y Dolores (Evan Rachel Wood), convertidas en la cara y la cruz del libre albedrío. La Madame de saloon programada para ser dura y egoísta que decide sacrificarse por los que ama, la dulce hija del granjero que no dudará en matar a los suyos si no ven el mundo a través de sus ojos.  Es por eso que la serie en este último episodio vuelve hacia ellas su mirada, y hacia Bernard (Jeffrey Wright), aunque el pobre entiende tan poco como nosotros qué hace él ahí o qué diantres está pasando en el parque y cuándo. Y cuando se fija en sus protagonistas femeninas la serie crece y se desenvuelve a pura fuerza de presencia y carisma. Nos ofrecen las escenas visualmente más impactantes – ay, esos maravillosos sanfermines a lo western-.  Pero en seguida vuelven a perderse los rincones de su propio laberinto y la fuerza se diluye como si nunca hubiera estado ahí.

«Ya no quiero jugar más a los indios y vaqueros»  le dice Dolores a Bernard. Aparentemente los guionistas tampoco. Por eso la serie nos ha dejado compuestos y sin colt.

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