Crítica de Mowgli: La leyenda de la selva

La nueva producción de Andy Serkis no lo ha tenido nada fácil para materializar su particular visión del clásico de Rudyard Kipling. Rodada allá por 2015, la cinta no tardó en convertirse en un serio problema para Warner que vio cómo la excelente adaptación de El libro de la selva de Jon Favreau se les adelantaba en la carrera por alcanzar la pantalla grande. Ante semejante desconcierto muchos dudaron incluso de que la cinta fuera a ver la luz, algo que finalmente ha sucedido gracias a un acuerdo de la distribuidora con Netflix después de que la plataforma de streaming viese con muy buenos ojos incorporarla a su oferta televisiva. De esta manera no sólo hemos podido disfrutar de un filme que trata de acercarse a la leyenda de Mowgli desde una perspectiva mucho más oscura y fiel a los cuentos originales, sino además respetando el montaje que el propio Serkis concibió a la hora de poner en marcha este ambicioso proyecto.

La película, tal y como apunta su premisa, se conforma como un severo recordatorio de las leyes de la naturaleza y de toda su crudeza, algo que no sólo queda patente en la narración sino también en su apartado artístico. Se trata de una aventura mucho más descarnada que aquella a la que Disney nos tiene acostumbrados, cuyos personajes lucen a menudo las cicatrices de toda una vida sometida a un entorno feroz y en el que cada uno de ellos ha de jugar un papel en pos de garantizar el perfecto equilibrio de todo cuanto les rodea.

La selva, percibida como un complejo tapiz lleno de contrastes, constituye el envoltorio de una historia que nos habla de los problemas inherentes a la coexistencia, de la inadaptación, de la búsqueda de una identidad propia y de la necesidad de encontrar nuestro lugar en el mundo. Hay cierto virtuosismo en sus diálogos –“a veces sueño que soy un tigre, luego me despierto y veo que soy una hiena”– y una ambigüedad nada casual en algunos de sus personajes como el de la siempre inquietante Kaa, que lejos de resultar frustrante acentúa esa esencia filosófica que impregna el relato.

Pese a sus muchas virtudes no podemos obviar que el resultado final es un tanto inconsistente, pues a pesar de los notables esfuerzos por insuflar de dramatismo al argumento lo cierto es que la cinta no acaba de definir su tono en ningún momento. Si bien el inicio de la función se presenta más liviano y no carece de pinceladas de humor, con Baloo y Bagheera empeñados en recordarnos a la dupla formada por Jack Lemmon y Walter Matthau, una vez avance el metraje seremos testigos de eventos ciertamente descorazonadores pero que no logran ensombrecer un conjunto que no sólo queda atrapado al igual que el joven protagonista entre dos mundos, sino también entre dos tipos de audiencias.

Por otro lado, la sensación de que la cinta va de más a menos es inevitable, sobre todo a juzgar por un último acto muy precipitado y que carece de la espectacularidad de los primeros compases. No podemos hablar estrictamente de una película inacabada, pero es posible que todos esos problemas que tuvo que superar la producción antes de su conclusión le pasaran factura. La presencia de Freida Pinto, cuya participación se queda en lo anecdótico, es buena prueba de ello.

Esto no significa que Mowgli: La leyenda de la selva no haga gala de un despliegue digital de altura, y más teniendo en cuenta el bagaje de sus responsables. Actores como Christian Bale, Benedict Cumberbach o Cate Blanchett han trabajado en la cinta prestando sus voces y expresiones a algunas de las principales criaturas, que no por nada exhiben rostros mucho más humanizados de lo que cabría esperar. Y es que aunque el apartado visual no resulte tan apabullante como el de El libro de la selva de Favreau, una comparación tan odiosa como ineludible, sí que cuenta con instantes de gran calibre –el pequeño Mowgli contemplando sumergido las fauces ensangrentadas de Shere Khan mientras éste aplaca su sed- y que evidencian el afecto y el talento cinematográfico con los que se ha llevado a cabo esta adaptación.

 

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