Puede que Chernobyl se haya estrenado bajo la etiqueta de ficción histórica, o la de drama con tintes documentales. Sin embargo, más allá de la exactitud de estas remisiones, que nadie dude por un segundo que lo nuevo de HBO es una de las series más aterradoras de la última década.
En el relato de Craig Mazin y Johan Renck no hallaremos caminantes blancos, ni espíritus atormentados, tampoco sociópatas sibaritas. Sólo un horror invisible capaz de matar si tienes la desgracia de encontrarte demasiado cerca. Un mal creado por el hombre, que no ha nacido de la inventiva de ningún prolífico novelista y que causó estragos la fatídica noche del 26 de abril de 1986 cuando fue liberado a escasos kilómetros de la ciudad ucraniana cuyo nombre serviría para encabezar uno de los capítulos más funestos de nuestra historia reciente.
Impactante y extremadamente reveladora, Chernobyl pone de manifiesto lo poco que sabemos de una catástrofe sin precedentes que aconteció no hace tanto tiempo y cuyas secuelas aún hoy se hacen sentir. La historia que se nos cuenta se siente rigurosa y relevante, y la dureza del material que se expone carece de gratuidad y aporta coherencia a la gravedad de los acontecimientos que envolvieron un desastre nuclear sin precedentes.
Con una duración muy bien medida, cinco capítulos de aproximadamente una hora, la serie ha sido estructurada de manera muy inteligente. Sus primeros compases, en los que los hechos se suceden de manera atropellada y descontextualizada, logran introducir al espectador en la piel de los operarios de la central nuclear, las fuerzas de seguridad y los investigadores que tuvieron que abordar la situación sin conocer las razones que desencadenaron la explosión del reactor. Una cadena de infortunios que irá cobrando sentido gracias a la abnegada labor de los protagonistas de la ficción, que irán uniendo las piezas del rompecabezas mientras tratan de resolver la crisis.
Jared Harris, en el rol del científico Valery Legasov, vuelve a demostrar que es uno de los intérpretes más privilegiados del panorama actual confirmando las excelentes impresiones de sus trabajos en series como Mad Men y la más reciente The Terror. A su lado están Stellan Skarsgard como el político Boris Shcherbina y Emily Watson como la física nuclear Ulana Khomyuk, dos actores de muchos quilates que logran aportar una gran verosimilitud a una historia que no acostumbra a caer en clichés dramáticos y que compagina las historias de las víctimas con agilidad para confeccionar un retrato de la catástrofe desde sus distintos ángulos.
Chernobyl tiene la capacidad de sobrecogernos, de asfixiarnos, pero sobre todo de asombrarnos con la labor de aquellos héroes que hicieron frente a la radiación escudándose con precarias planchas de plomo en vez de tras la mesa de un despacho. La serie honra su sacrificio y condena el hermetismo soviético que imperó en la Guerra Fría y su coste en vidas humanas, una crítica en la línea de lo visto en producciones como Kursk, de Thomas Vinterberg, y que sin duda la situará en el ojo del huracán.
Lejos de refugiarse en la ambigüedad, sus responsables tratan de estimular al público e incluso establecer una comunicación muy directa a través de los labios del propio Legasov. Cada vez que el científico trata de explicar a su camarada Shcherbina el funcionamiento de una central nuclear o el comportamiento de los átomos al ser liberados, el personaje trasciende la pantalla del televisor mientras nos simplifica materias tan complejas que se encuentran fuera del alcance de la mayoría. De igual modo, al reflexionar sobre los costes de la tragedia y la imperiosa necesidad de esclarecer las causas del accidente nos está advirtiendo de los peligros de la desinformación y rogando que aprendamos de los errores para que desastres como el de Chernobyl jamás vuelvan a ocurrir.