Estrenar la película del universo cinematográfico Marvel llamada a suceder a Vengadores: Endgame en la cartelera era a priori una tarea harto ingrata. La cinta de los hermanos Russo fue una verdadera montaña rusa emocional y un espectáculo de proporciones cósmicas que supuso el fin de una era. O mejor dicho, de una década en la que la Casa de las Ideas ha sabido entretejer las historias de sus héroes más emblemáticos y llevarlas a la gran pantalla hasta convertir cada nueva entrega en todo un acontecimiento fan.
Spider-man: Lejos de casa puede entenderse como un epílogo de esta gloriosa etapa si la miramos desde la generalidad de la franquicia. El periplo europeo del joven Peter Parker se asienta sobre las cenizas que ha dejado la guerra del infinito, con medio mundo devuelto a la vida por arte de birlibirloque y un amigo y vecino arácnido lamentando la muerte del carismático Tony Stark, cuya brillante armadura todavía espera un sucesor a la altura.
Sin embargo, sería un error entender el filme como un engranaje más de esta compleja maquinaria marvelita y no como lo que es, un refrescante divertimento veraniego que despliega todo el encanto de las historietas clásicas del personaje. Cambiar Nueva York por Venecia o Londres es lo de menos cuando nos encontramos ante figuras tan memorables como la de Mysterio, una sorpresa muy grata y un homenaje sincero a las obras de Ditko y Lee, y ante las vicisitudes adolescentes de Peter, atribulado ante la responsabilidad de ser el héroe que todos necesitan y sus deseos de disfrutar del viaje de fin de curso con sus amigos y la chica a la que se quiere declarar.
La eterna dicotomía de un personaje cuya autenticidad supera con creces a la de cualquier deidad de Asgard y que en Spider-man: Lejos de casa vuelve a poner de manifiesto la dificultad que entraña pertenecer a dos mundos, el que se representa en las viñetas a todo color y el que determinó la filmografía de John Hughes.
La cinta rebosa humor y se evade de la grandilocuencia de otras producciones del estudio, lo que ni mucho menos es sinónimo de intrascendencia. La eficacia con la que consigue al espectador en el bolsillo es loable, aunque es el propio Tom Holland quien tiene buena culpa de ello. El actor, al que le sobra desparpajo, tiene una asombrosa capacidad para generar química con quienquiera que se le ponga enfrente, ya sean Marisa Tomei, el siempre bienvenido Jon Favreau o muy especialmente Jake Gyllenhaal, con quien nos hubiese gustado verle durante más metraje.
El futuro de Spider-man en el marvelverso se antoja excitante, y aunque la secuela de Homecoming no pierde de vista lo que ocurre allá donde la tela de araña todavía no alcanza es de agradecer que Jon Watts haya permitido al personaje conservar esa identidad que le ha granjeado un sitio privilegiado entre los grandes nombres del estudio.
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