La conclusión de la segunda temporada de Las escalofriantes aventuras de Sabrina fue en cierto modo tan redonda que llegamos a sospechar que los creadores de la ficción habían completado el arco argumental con el que fraguaron el retorno televisivo de la aprendiz de bruja. La derrota del Señor Oscuro no sólo propiciaba que Lilith quedase como dueña y señora del mismísimo infierno sino que además permitía a la joven Spellman seguir compaginando sus estudios de hechicería con su vida fuera de la Academia.
Si bien en su recta final se desvelaban varios de los principales misterios de la serie como la identidad del verdadero progenitor de Sabrina, los guionistas se aseguraron de dejar algunos cabos sueltos como la huida de Faustus Blackwood o la condena de Nicholas a fin de dar continuidad a una producción que se encontraba a las puertas de una nueva etapa. Una en la que su protagonista no dudaría en pugnar por el control del inframundo con tal de liberar a su atormentado novio de las garras de Madam Satán.
La nueva tanda de episodios de la serie de Netflix nos ha dejado dos cosas muy claras. La primera, que Las escalofriantes aventuras de Sabrina se ha rendido como nunca a las principales tendencias de la ficción juvenil, lo cual se traduce en un generoso despliegue de hechiceros con tremenda alergia a las camisetas y unos desconcertantes números musicales. La segunda, que ni siquiera el encanto de este tétrico universo ha sido capaz de sostener un abanico de historias a las que les resulta imposible disimular sus incoherencias.
Desde esa suerte de gincana demoníaca para recuperar las reliquias perdidas de Poncio Pilatos -y que al parecer no estaban tan perdidas ya que nadie tarda más de cinco minutos en señalar su ubicación- hasta un atropellado desenlace lleno de viajes en el tiempo y dopplegangers en el que no encontramos un ápice de sentido o de rigor.
Entre toda esta confusión se atisban aspectos interesantes como la llegada del circo ambulante y las deidades paganas, elementos macabros y que guardan cierta afinidad con la estética de la serie pero que por desgracia no se explotan como deberían, o esas intrigas en la corte infernal que pedían a gritos un tratamiento menos banal y con tintes de tragedia shakesperiana. A pesar de su planteamiento irregular ambas tramas gozan de gran peso en un relato que se enturbia debido a su empeño en conceder metraje a personajes como Blackwood, que poco o nada aporta ya a la ficción, o poner la primera piedra para un más que probable crossover con Riverdale.
La dificultad para equilibrar la intervención en los acontecimientos de los miembros del aquelarre y la pandilla de Sabrina es otro de los pecados de esta tercera temporada, en la que personajes como Harvey, Rosalind o Theo acaban teniendo un papel residual en comparación con Nick o Ambrose. En un momento dado la serie trata de corregir el problema tomándose alguna que otra licencia y haciéndoles partícipes de los asuntos del infierno, un lugar antaño inexpugnable y que a estas alturas no discrimina entre demonios y mortales.
Si las leyes que rigen el Reino de Lucifer son un tanto cuestionables también lo es su diseño de producción. Tanto los exteriores como otros escenarios tan recurrentes como el salón del trono no dejan de recordarnos las limitaciones de presupuesto de una producción que siempre ha sabido disimular sus carencias con su elegante puesta en escena y que en esta ocasión se queda un peldaño por debajo de lo que nos tiene acostumbrados.
Que una bruja tan aplicada como Sabrina haya bajado sus notas es una verdadera contrariedad. Le tocaba improvisar con la receta y su torpeza a la hora de mezclar los ingredientes ha hecho que a la pócima se le haya quedado un regusto amargo. La próxima vez lo hará mejor, pero antes deberá arreglar el desastre que ha dejado en la cocina. Que vaya llamando a su tía Hilda.