
Las dos primeras temporadas de La casa de papel eran de quitarse el sombrero (o la capucha roja, lo que prefiráis). Aquel atraco era un producto audiovisual en el que todo encajaba tan bien que parecía que el rodaje lo había planeado el mismísimo Profesor. Luego llegó la tercera temporada, y aunque me alegré de volver a verlos a todos (no tanto de volver a escuchar los monólogos en off de Tokio) y la serie seguía siendo la mar de entretenida, lo cierto es que había una vocecita en mi cabeza que se preguntaba tímidamente “¿Y esto, ahora para qué?”.
Bueno, pues esa voz ya no pregunta tímidamente, ahora ha arramblado en mi conciencia como Nairobi dando ánimo a los encargados de imprimir billetes o de sacar el oro vestidos de buzo, es decir con energía y decibelios y sigue preguntando “¿Pero que necesidad había de alargar esto?”

¿Qué necesidad había de estropear personajes que estaban bien como estaban (hola, Río; buenas, Lisboa), de seguir alargando la presencia de un Berlín al que ni su carisma salva de resultar repetitivo, ¿de poner a una actriz cis a interpretar a una mujer trans como si aquello no fuera problemático o cómo mínimo no mereciese un segundo para pararse y reflexionar? Donde antes había planificación e intriga ahora hay tiros y explosiones a mansalva, aparentemente la sutileza se ha escondido en la habitación del pánico y no hay quien la encuentre, y todo el mundo canta. ¿Por qué todo el mundo canta sin ton ni son? ¿Se han apoderado de la sala de guionistas de La Casa de Papel los de Riverdale? Mira que adoro las escenas musicales y fui la primera en desgañitarse en el primer atraco con el Bella Ciao, pero todo tiene límites en esta vida.
Cuando una serie tan emocionante como esta presenta ocho horas de metraje que podrían haberse reducido a la mitad, algo anda mal. La cuarta temporada de la ficción de Netflix se mantiene a flote por su propia iconicidad (las máscaras de Dalí, los monos rojos, el carisma, una villana magnífica), por algunos momentos de brillantez que casi te compensan el desaguisado que suponen otras escenas, y porque, pese a todo, no ha perdido ni su sentido del ritmo ni del espectáculo. Aburrirse uno, no se aburre que, lo sabemos, al final es lo principal que debe pedirse a un producto de estas características. Pero del Profesor y su banda esperamos más, mucho más en la quinta temporada. Y si no: bum, bum, ciao.
Yo decidí dejar la serie en la tercera temporada, pero a raíz del confinamiento volví a ella. Si no fuera por Nawja Nimri la serie no tendría ningún interés para mí. La actriz borda el papel de supervillana, y me dejó boquiabierto con la cancioncita y su sentido del humor tan negro y sexi.