
Tras una última tanda de cinco episodios Las chicas del cable de Netflix se ha despedido para siempre, y lo han hecho manteniéndose muy fieles a su esencia: muchas emociones, muchas grandes pasiones, amistades femeninas épicas y poco o nada de realismo histórico.
Tampoco es crea yo que al seguidor habitual de Las chicas del cable le importe mucho si se han saltado la verosimilitud histórica a la torera con tanta decisión como con la que Lidia Aguilar arrambla con lo que se le ponga por delante en la trama. La serie de Netflix siempre ha sido otra cosa. Siempre ha ido más en la línea del formato de telenovela, con sus tramas y giros truculentos, heroínas hermosas, pero sufridas y villanos despiadados.
Todo esto chirriaba menos en los locos años veinte, con su explosión cultural y de vanguardias, las cosas como son. La liviandad de la que en el fondo hace gala la serie, pese a sus pretensiones de ser profunda con esa voz en off explicándote que la vida es intensa, se puso un poco más difícil digerir cuando se lanzaron a tratar la guerra civil, y ya en la posguerra el asunto se les ha ido de las manos. (Atención Spoilers) El drama de los “hombres topo”, aquí se convierte en una alacena de la que se entra y se sale como Pedro por su casa y la tragedia de las tramas de robos de bebés se transforma en una revolución en pleno centro de reeducación de mujeres y las chicas del cable, ángeles en la tierra, como adalides de la libertad y oposición al poder.
¿Significa esto que el fan de la serie va a sentirse decepcionado? Ni mucho menos, hay dos cosas que hay que decir de Las chicas del Cable para ser justos con ella: se atrevió a poner en el centro de la historia de amor no un triángulo amoroso (aunque los hay, muchos y variados), sino la amistad de estas mujeres. Y dos, la serie protagonizada por Blanca Suárez, Ana Fernández, Nadia de Santiago y Ana Polvorosa nunca ha engañado a nadie.