La hipocresía de ‘Sky rojo’

Sky Rojo ha llegado a nuestras vidas a pompo y platillo. Y si hubiera llegado hace diez años nadie hubiera tenido ningún problema con ella, porque no nos planteábamos ciertas cosas. Creo que tenemos que diferenciar aquí dos planos: por un lado está el producto de entretenimiento, y en este aspecto la serie es un torbellino de escenas, persecuciones, coreografías, purpurina y violencia estilizada (aunque yo aquí me pregunto por qué esa manía que les ha entrado ahora por recuperar el cine quinqui como si hubiera sido el sumun de algo en algún momento); por otro lado está el producto cultural, que dice que quiere denunciar algo, para acabar haciendo justo aquello que critica. Me explico.


Álex Pina y Esther Martínez Lobato tratan un tema muy delicado y dicen en las entrevistas que quieren dar a conocer una realidad tremebunda. Inmediatamente después proceden a presentar un puticlub que más parece Sangri-La que esos tristes y sórdidos locales que hay en los arcenes de las carreteras; entre frase feminista y eslogan empoderado introducen un discurso sobre como el pene mueve el mundo; ellas no quieren hacerlo dice la serie, pero mira qué sexis están mientras lo hacen.

Siempre he defendido que el hecho de que el mundo que refleja la serie sea machista y lleno de testosterona no tiene por qué implicar que el mensaje lo sea. Pero esto ocurre a la inversa también: decir dos frases sobre empoderamiento femenino no implica que la historia lo refuerce. Aquí no conocemos a las tres protagonistas más allá de que no les gusta estar en el puticlub y de que están ahí porque les han ido muy mal las cosas. Son arquetipos, planos y que se utilizan el 90% del tiempo para rodar planos que muestren lo atractivas que son, lo bien que quedan con una pistola metida en la boca. Las tres actrices lo sacan adelante a base de carisma, pero en cuanto quitas la purpurina te das cuenta de que en ellas solo queda la fantasía de Alex Pina, no personajes escritos con cuidado y un mínimo de respeto. Ellos se desnudan , ellas son las sexualizadas, porque al final el erotismo en estos casos se basa más en el poder que en el deseo.


Es esa dualidad, esa hipocresía la que genera rechazo en una ficción que, sin tener un guion de los de quitarse el sombrero, sí conoce muy bien los tiempos del entretenimiento. Es verdad que todas las películas y series sobre el mundo del crimen tienden a estilizarlo: pocos criminales hay con más glamur que Hannibal Lecter y a nadie en su sano juicio se le ocurre decir que su modo de vida es deseable. La cosa está en que uno: el mundo de la prostitución es absolutamente brutal y todavía hay quien lo defiende en la vida real con el “bueno, es que algunas quieren dedicarse a eso” como si la prostitución fuera algo que te planteas como vocación de vida junto a doctora y abogada y no una situación terrible a la que te empujan la miseria o lo violencia. Dos: a nivel narrativo no me vale el “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. La serie es un sueño húmedo, violento, con la música a tope y bien de purpurina que se permite el lujo de decir que está mal todo aquello que está utilizando como recursos narrativos. Como dice el refranero, que es muy sabio, no se puede estar al plato y a las tajadas.

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