Crítica de Cruella – El diablo cambia de modista

Comparar a Cruella con Arthur Fleck, por muy evidente que parezca, está lejos de resultar inapropiado. Al fin y al cabo, tanto la película de Craig Gillespie como la delicatessen de Todd Phillips fundamentan la construcción de sus protagonistas en la idea de que un gran villano no surge del éter, sino que es moldeado poco a poco y con sevicia por otros aún mayores. El hecho de que sea su nombre el que adorne el cartel es por así decirlo una cuestión de persistencia y por supuesto de estilo.

Y es de estilo de lo que va sobrada Estella, una joven huérfana desamparada en las calles de Londres que como en todo buen relato dickensiano acabará encontrando su sitio entre audaces ladronzuelos. Su destreza en el oficio no la distraerá de su sueño de dedicarse al mundo de moda, para lo cual comenzará a trabajar en unos grandes almacenes pertenecientes a la Baronesa. Esta implacable diseñadora de alta costura capaz de helar la sangre a la mismísima Miranda Priesly de El diablo viste de Prada no tardará en percatarse de su talento, del que querrá sacar provecho a toda costa.

Será su naturaleza despótica la que restaure el reverso oscuro de su empleada, dando lugar a un duelo de egos colmado de excesos y un afilado sentido de la teatralidad. Un estimulante festival de anarquía y glam espoleado por la enérgica dirección de Gillespie y una playlist confeccionada con algunos de los temas más icónicos del pop-rock de los 70.

Emma Stone, que vuelve a hacer gala de una extraordinaria desenvoltura en la comedia, consigue aguantar la mirada a una espléndida Emma Thompson con la que personifica la pugna entre la contracultura punk y al establishment que marcó la década en la que se ambienta el filme. Es precisamente de este espíritu subversivo del que se quiere impregnar esta historia de orígenes que consigue atraparnos con su estética irreverente y la promesa de saborear un poco más de ese irresistible caos que este proyecto de villana acostumbra a sembrar por doquier.

Esto no significa que Cruella encaje con coherencia en el canon de Disney, aunque según se vaya acercando a su conclusión lo intente con torpeza. Del ‘espanto’ sobre el que cantaba el bueno de Roger sólo veremos pinceladas, como su altanería o esa pose arácnida con la que se aferra al volante. Tal vez si se hubiese atrevido a romper sus propias cadenas -¡ay, ese abrigo moteado!- estaríamos hablando de un clásico instantáneo.

Habrá que perdonárselo, aunque sólo sea por ese afán transgresor con el que sus responsables han querido poner patas arriba este mundo en el que los dálmatas han aprendido a sacar los dientes y la verdadera magia surge de la más malévola de las extravagancias. Es, a la vez, el amargo fracaso de Estella y el chispeante triunfo de Cruella.

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