La casa de papel regresa con la primera parte de su quinta temporada siendo muy fiel a su estilo. Ya lo han dicho los protagonistas en varias entrevistas: aquí lo importante no son los personajes, ni siquiera la historia que ya había quedado muy bien cerrada con el primer atraco. No, aquí importa el espectáculo, el más todavía. Importa la Casa de papel como producto global.
Y en ese sentido cumple. No hay un solo segundo en esta tanda de episodios en la que no esté pasando algo: una explosión, un tiroteo, un monólogo intenso (por favor, parad ya con estos, que me agotan)… La trama de la serie de Netflix va puesta hasta arriba de anfetaminas. No para ni un momento a coger aire. Y eso que es su punto más fuerte, se convierte también en su talón de Aquiles: te anestesia por sobrecarga.
Los personajes siguen siendo carismáticos, pero comienza a notarse que a muchos de ellos (léase, Berlín) los están aguantando porque el público los adora, no porque aporten nada. Las nuevas incorporaciones quedan descolgadas del núcleo principal, aunque eso es lo de menos, porque lo que importa es que las explosiones son más grandes, que hay más localizaciones, que es todo mucho más extremos, más loco.
El núcleo duro de los protagonistas saca todo adelante, unos con buen hacer (Álvaro Morte) y otros a fuerza de carisma en bruto. Eso es cierto. Pero lo cierto es que La casa de papel a estas alturas es más bien un castillo de naipes a una granada de ser un desastre.