Los finales de las series pocas veces conllevan el consenso de los espectadores, y menos con series tan estimulantes como lo fue Dexter. Sin embargo, en el caso de la ficción protagonizada por Michael C. Hall a nadie le cabe ninguna duda de que la conclusión no sólo fue sumamente insatisfactoria, sino que hirió profundamente el legado de una producción cuyas primeras temporadas alcanzaron un nivel de excelencia fuera de lo común.
Ocho años después de que el retorcido forense colgase el delantal, el equipo original vuelve a reunirse con el objetivo de quitarnos la acritud del paladar y presentarnos una nueva tanda de capítulos retomando la solitaria vida de Dexter Morgan, que ahora responde al nombre de Jim Lindsay.
Tras los funestos acontecimientos que precipitaron su huida de Florida, el protagonista ha encontrado refugio en la ciudad ficticia de Iron Lake, al norte del estado de Nueva York, donde parece haber enterrado bajo un manto de nieve el código de Harry y por ende su pasado como asesino en serie. Pero pese a todos sus esfuerzos no le será fácil desprenderse de sus viejos hábitos, por lo que no tardará en verse envuelto en un suceso de lo más siniestro que alterará la paz de la pequeña localidad. La irrupción de su hijo Harrison, al que creía que jamás volvería a ver, complicará aún más su ya de por sí convulsa situación y le hará replantearse los motivos que le llevaron a apartarse de sus seres queridos y fabricar su nueva identidad.
Lo primero que sorprende de Dexter: New Blood es la honestidad con la que sus responsables han forjado el regreso del personaje. Tras el desaguisado perpetrado en 2013 tal vez la opción más precavida hubiese sido hacer borrón y cuenta nueva a fin de esterilizar la ficción y evitar que esta nueva etapa se contagiase del disgusto generalizado que causó su octava temporada. En vez de eso, el equipo ha optado por rememorar sus aciertos y asumir sus errores, tratando de dar continuidad al relato con respeto y coherencia.
Porque tal vez el atribulado psicópata haya cambiado su piso de Miami por una cabaña en mitad del bosque, pero su modus operandi no ha variado un ápice. Dexter sigue siendo el vecino encantador al que todos saludan con una sonrisa, el novio comprensivo que nunca pierde los papeles y el trabajador eficiente al que su jefe adora. Aunque no se de cuenta de que la bandeja de bollos recién hechos -que no hace mucho hubiese sostenido una generosa pila de donuts- con la que le agasaja todas las mañanas no es más que un recurso para enmascarar su consabida falta de empatía.
Escondido a plena vista Dexter sigue luchando día a día contra sus instintos más básicos y las complejidades asociadas a las relaciones interpersonales. De ahí que la serie retome estos conflictos con la reaparición de dos figuras a las que creía haber renunciado: su Oscuro Pasajero y Harrison, este último acompañado del peor de sus temores. Que su retoño haya heredado su faceta más perversa.
El interés que suscitan sendas tramas está ligado a un cambio en el marco narrativo que se antoja un acierto. La gélida ambientación de la que hace gala la serie no sólo encaja en términos argumentales sino que también se percibe como la perfecta manifestación del alma atormentada del protagonista, quien a menudo debate airadamente con su Pepito Grillo particular.
La aparición de Jennifer Carpenter dando vida a una versión ilusoria de la malograda Deborah Morgan es ciertamente un recurso manido, aunque ejecutado de manera más que convincente. Sus constantes advertencias no sólo parecen ir dirigidas a su hermano, también a unos guionistas que ojalá logren mantener el buen rumbo y no cometan los mismos desatinos. Porque el cuchillo de Dexter siempre está afilado.