Emily in Paris regresa en su segunda temporada reafirmándose a sí misma. Igual que su protagonista, combina tartán amarillo con rayas verde limón y nos intenta convencer de que eso es moda. O en este caso mezclar chistes supuestamente picantes con toda la ristra de estereotipos que puedan venir a tu mente. Sobre franceses, sobre los chinos, sobre los propios estadounidenses. El humor de Emily in Paris es tan ringarde como la colección de moda que se supone debe anunciar Savoir en la ficción.
Emily (Lilly Collins) sigue atrapada en el triangulo amoroso con el chef Gabriel y su amiga Camille. Mientras Ashley Park intenta ponerle algo de gracia al asunto con su Mindy Chen. La historia sigue siendo absurda y continúa narrándose desde el privilegio más absoluto. Aunque esto último es lo de menos, al final Emily in Paris pretende ser un entretenimiento divertido, descarado y ligero como lo fue en su momento Sexo en Nueva York.
El verdadero problema es que, pese a que todo el mundo es guapísimo, nadie parece tener demasiado carisma. Que los personajes carecen del empaque suficiente para que nos importe un pimiento lo que les pase. En definitiva, la segunda tanda de episodios de la serie de Netflix no es divertida, ni descarada, ni refrescante. ¡Ni siquiera quieres robar el guardarropa de Emily! (Es el momento de admitir aquí y ahora que por mucho que uno odiase a Carrie, su estilo estaba siempre fuera de toda duda).
Ni siquiera la llegada de Kate Walsh como Madeline consigue sacudir las cosas. Con su personaje casi parece que, tras las críticas recibidas en la primera temporada, la serie esta diciendo “eh, no solo nos metemos con los franceses, mirad lo que decimos de nosotros”. Sin comprender que el problema no eran solo la ristra de prejuicios o el complejo de salvadora de doña Emilia. No, es que encima no eran divertidos, ni modernos, ni simpáticos.
Al final, esta segunda tanda de episodios son como esos tacones que te aprietan al andar. Y encima no son tan bonitos como para que merezca la pena.