Dungeons and Dragons es de esas licencias que llevan años envueltas en un aura maldita, al menos en lo que al cine se refiere. Buena culpa de ello la tuvo aquella infausta adaptación del año 2000, un proyecto espoleado por el auge de una nueva era digital en la gran pantalla y en cuyo insólito reparto constaban nombres como el de Jeremy Irons, Marlon Wayans o Thora Birch, cuya carrera se encontraba en un momento dulce tras el éxito de la espléndida American Beauty.
Su monumental fracaso provocó que la industria enterrase la franquicia, que ha tenido que esperar más de dos décadas a que alguien se atreviese a volver a adentrarse en este opulento universo de fantasía. Lo han hecho, como no podía ser de otra manera, con toda una exaltación del blockbuster palomitero. Una cinta que mezcla aventura y altas dosis de comedia alcanzando ese equilibrio que tanto gusta a la audiencia y que lleva años propiciando éxitos en taquilla.
John Francis Daley y Jonathan Goldstein se sumergen en este mundo de espada y brujería como si de una partida de rol se tratase, reuniendo a su clan de antihéroes y sometiéndolos a los desafíos más variopintos en pos de hacerse con la ansiada recompensa. A lo largo de su disparatada quest, los protagonistas deberán verse las caras con hechiceros ebrios de poder, asesinos de ultratumba e incluso dragones gordinflones en lo que sin duda es el mejor ejemplo de su estupendo talante autoparódico.
Es el tono burlón del relato, que despunta cuanto más se acerca a lo genuinamente rocambolesco, unido a su incombustible sucesión de escenas de acción lo que eleva la película a las más altas cotas del más elemental divertimento. Esas que nos hacen olvidar la irregularidad de sus efectos visuales o lo intrascendente que resulta la historia que se nos cuenta.
Porque una vez más la gracia del juego está en el viaje y en los compañeros de armas, una cuadrilla confeccionada con algunos de los perfiles más tópicos del género pero a la vez, capaz de ofrecer refrescantes contrastes. Sólo hay que fijar la mirada en el líder del grupo, un bardo con los rasgos de Chris Pine cuyas gestas no entienden de mandobles y que en vez de moverse por un interés romántico lucha por enmendar los errores del pasado que le llevaron a distanciarse de su hija.
En la cara opuesta de la moneda encontramos a Forge, un bribón con debilidad por el tacto del oro que cede gustoso el arquetipo de genio perverso a candidatos más cualificados como la bruja roja Sofina. Lo hace, eso sí, embozado en todo momento con la sonrisa socarrona de Hugh Grant, que a estas alturas ya debería ser patrimonio del Imperio Británico. Con semejante plantel de pícaros, ¿cómo no iban a engatusarnos?