A la hora de abordar la adaptación al cine de un videojuego como el de Shigeru Miyamoto es necesario decantarse entre dos enfoques bien diferenciados: tratar de trasladar su universo a la gran pantalla procurando dar coherencia a su atolondrada fantasía lúdica o rendirse a su delirio conceptual.
El primero de ellos fue, en cierto modo, el escogido por Annabel Jankel y Rocky Morton para dar forma al live action de Super Mario Bros de 1993. En un fútil intento de dar coherencia a la función, los cineastas nos presentaron una distopía cyberpunk en el que el fontanero encarnado por Bob Hoskins debía lidiar con lagartos humanoides mientras desafiaba a la gravedad calzando unas botas futuristas. Un escenario imposible en el que sus creadores creyeron poder hacer verosímil lo que siempre fue un maravilloso sinsentido esculpido en 8-bits.
Entendemos que dada la magnitud de un desastre al que solo la magia del tiempo ha logrado reconvertir en proyecto de culto, desde Illumination hayan optado por abrazar la naturaleza disparatada de una franquicia en la que tienen cabida desde tortugas escupidoras de fuego hasta gorilas prendados del rugido del motor de sus karts.
Super Mario Bros: La película es ante todo una carta de amor a los fans incondicionales del personaje, un intenso viaje metarreferencial que apunta a todas y cada una de las generaciones que alguna vez han hecho brincar a la mascota de Nintendo. Sus guiños, que a veces rozan el exceso, no sólo se ciñen a lo puramente visual, con todos esos diseños rescatados de las entregas más actuales y coloristas del héroe. También en lo sonoro, donde un simple puñado de notas logran trasladarnos con inusitada efectividad a una década irrepetible en la tónica era internarse en caserones fantasmagóricos y acudir al rescate de una princesa que siempre se encontraba en otro castillo.
La cinta busca en cada una de sus secuencias la mirada cómplice de los conocedores de la franquicia, apuntando a sus obsesiones y sobre todo a sus propias experiencias. Como ejemplo, esa divertidísima escena en el circuito de obstáculos donde Mario descubre mil y una formas de morder el polvo en el Reino Champiñón y con la que es imposible no sentirse identificado.
Tal vez el coste de todo este evocador despliegue repercuta en un argumento sin doblez alguno o en el hecho de que el filme no atesore ideas realmente innovadoras en su género. Sin embargo, lo compensa con un ritmo demencial y un humor tan acusado como su sentido del espectáculo. Todo ello en apenas hora y media de metraje, una barrera a menudo quebrantada por el cine de animación pero digna de reivindicar.