Crítica de Dumbo – Cuando vea a un elefante volar

Realizar un remake de un clásico de la altura de Dumbo, ni más ni menos que el cuarto largometraje animado de la factoría Disney y uno de los trabajos más singulares del estudio, se antojaba como una tarea harto complicada. Y no hablamos en términos de producción, donde los recursos casi ilimitados de la compañía del ratón Mickey y la excelencia de las técnicas digitales actuales posibilitan la ruptura de cualquier barrera que amenace con alejarnos de los reinos de fantasía más asombrosos.

El reto, sin lugar a dudas, se encontraba en el plano emocional. Revisar un relato tan enternecedor como el del elefantito volador sin mancillar aquello que todavía hoy le concede cierta vigencia requería de un cineasta tan hábil como para nadar entre dos aguas tempestuosas. Un delicado equilibrio entre satisfacer la nostalgia de aquellos que crecieron sumidos en la danza de los paquidermos rosas y dar rienda suelta a ese sentido del espectáculo que todos esperamos de tan ilustre función.

El elegido para ejercer de maestro de ceremonias fue Tim Burton, un realizador acostumbrado a sumergirse en universos en los que la magia y el surrealismo se cogen de la mano. El responsable de Eduardo Manostijeras dirige la cinta con oficio y comedimiento, aportando una estética a menudo embriagadora pero a la vez alejándose de sus más grotescos delirios en pos de firmar un producto de lo más familiar.

Aunque tal vez esto pueda decepcionar a aquellos fans que siguen reclamando una total libertad creativa para un cineasta cada vez más parco a la hora de dar nuevas muestras de su imaginación desbordante, sería injusto afirmar que la nueva Dumbo carece del particular toque de Burton. Lo tiene ese primer acto circense lleno de encanto y con el que consigue meterse al espectador en la chistera. También está presente en una segunda mitad que traslada la acción a Dreamland, un monumental complejo de atracciones en el que impera el show business, la opulencia y cuyo diseño artístico encaja a la perfección en el universo timburtiano más colorido.

El cambio de escenario responde a las pretensiones de sus responsables de ampliar la historia original, lanzando a su joven protagonista a las garras de la industria del entretenimiento más despiadada. La diversión, por tanto, se deriva a esa suerte de Disneyland dirigida por el desconcertante Vandevere, una intrépida e inesperada autocrítica de una compañía que lleva años apoderándose a base de talonario de cualquier maravilla que sobrevuele su espacio aéreo.

Pese a todo el coste de perder la sencillez del clásico es significativo pues en cierto modo los excesos de la cinta provocan que el relato se enfríe y se desprenda de gran parte de esa dulzura acumulada en los enormes ojos azules del elefante. Tampoco ayuda que Dumbo no se vea rodeado de personajes con el suficiente interés como para que la trama remonte el vuelo en los momentos en los que más se acerca al suelo, ni siquiera con la presencia de intérpretes de la talla de Danny DeVito o Michael Keaton que sobresalen sin esfuerzo en un reparto solvente.

En todo caso es digno de alabar que una fábula que debutó en el cine en 1941 trate temas de sorprendente contemporaneidad como el rechazo a lo anómalo, la mercantilización del talento o la interrupción de la infancia. Materias incómodas en un cuento amable y que vuelve a brillar con una nueva versión que, sin ser perfecta, bien merece aferrarse a aquello que la hace diferente.

No te pierdas las imágenes del preestreno de Dumbo en  Madrid:

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