Cuando anunciaron Toy Story 4 una parte de mí estaba convencida de que era imposible que la nueva entrega fuera ni la mitad de emotiva que Toy Story 3. La historia de Woody, Buzz y el resto de juguetes habían tenido un final de ciclo perfecto. Pero por otro lado era imposible no emocionarse con las posibilidades de reencontrarse con unos personajes que ya son viejos amigos.
A estas alturas de la saga, me parece un poco innecesario señalar que la animación de Toy Story 4 es todo un portento de técnica y talento, que visualmente la película de Pixar continúa con los altos estándares del estudio de animación. Así que me voy a centrar en qué cuenta la nueva entrega de las aventuras de Woody y compañía.
Encontrar tu propósito, madurar, abrazar tu destino y aceptar tu propia mortalidad. Disney y Pixar siguen fieles a la fórmula de una lágrima por cada sonrisa. Aunque nada pueda compararse a la escena del incinerador de la parte anterior – que nos deshidrató en el cine a base de llanto – que trataba el tema de la muerte con una honestidad poco habitual en las películas infantiles, Toy Story 4 sí que trata sus temas centrales con una franqueza y una sensibilidad propia de la casa.
No es la originalidad, por tanto, la mejor baza de esta secuela, sino la ternura de estos juguetes que ya son viejos conocidos – incluso las nuevas y acertadas incorporaciones como Forky – y Woody tira del carro de nuevo porque evoluciona, como antes lo hizo Andy, camino de la madurez. Porque al final, es imposible no identificarse con el vaquero que de pronto se encuentra sin propósito, sintiéndose solo ante unas expectativas que no se corresponden con la realidad – el sheriff ya no es el juguete favorito- y que siente que le está dejando atrás. No es difícil, digo, con Woody en un mundo en el que parece que las personas también venimos con obsolescencia programada y en el que es imposible no sentir – más o menos a menudo- un ramalazo intenso de soledad.