Resulta curiosa la infinita capacidad del espectador para empatizar con los protagonistas de sus historias favoritas, independientemente de si son o no un modelo a seguir. Son muchas las series de televisión que han conseguido atrapar a la audiencia con personajes turbulentos, en ocasiones tan carismáticos que con tan sólo un puñado de episodios consiguen meterse al respetable en el bolsillo.
Si preguntan a cualquier fan de Hijos de la Anarquía es muy probable que no duden en reconocer que durante las siete temporadas que la serie de Kurt Sutter estuvo en antena no dejaron de cruzar los dedos para que Jax Teller y su banda de moteros se salieran con la suya. Daba igual que fueran un grupo de delincuentes que traficaba con armas y que cometiesen un sinfín de asesinatos y otras fechorías. Cada vez que sus rivales mataban a alguno de los suyos o la policía les asestaba un duro golpe eran sus seguidores los que se estremecía en el sillón por mucho que en sus percheros no colgase una cazadora de cuero con la parca bordada.
Lo mismo podríamos decir de otras producciones tan prestigiosas como Peaky Blinders o Breaking Bad. En el caso de la ficción protagonizada por Walter White, apoyar desde el otro lado de la pantalla a este profesor de química en su furibundo proceso de reinvención suponía satisfacer nuestra más morbosa curiosidad. O lo que es lo mismo, comprobar hasta dónde podía llegar un tipo tan normal como cualquier hijo de vecino en su negocio de estupefacientes, por mucha metanfetamina que circulase por las calles o por muchos cadáveres que se amontonasen en el sótano de Gus Fring.
Cambiando de género, también podríamos hacer mención a las gestas de Ragnar Lodbrok en la serie Vikingos. Fuimos muchos los que vibramos con los momentos más épicos de este drama histórico, aquellos que dieron forma a la leyenda de este intrépido caudillo. Batallas como el asedio de París, un capítulo en el que aguardamos esperanzados a que unos pocos guerreros consiguiesen atravesar las murallas de la ciudad aunque eso significase el comienzo de un frenesí de saqueos, violaciones y asesinatos a costa de los indefensos francos.
La tendencia de apoyar a los protagonistas de las series en sus metas por muy reprobables que estas sean es bien conocida por los creadores, que en ocasiones han sabido utilizarla en su propio beneficio y de formas muy interesantes. El caso de Fuga en Dannemora es especialmente relevante, ya que su director apuesta por estructurar la narración de manera que el espectador no se plantea seriamente la moralidad de muchas de las acciones que se están llevando a cabo.
Esta miniserie basada en hechos reales relataba la fuga en 2015 de dos convictos de una prisión del norte de Nueva York con la ayuda de una empleada del centro con la que mantenían relaciones sexuales. Benicio del Toro y Paul Dano daban vida a estos presos que, hartos de su cautiverio, trazaban un plan para evadirse utilizando una red de túneles que se extendían bajo las instalaciones penitenciarias.
En los primeros cuatro capítulos éramos testigos del ambiente gris y opresivo en el que los reos se desenvolvían, cuidándose las espaldas los unos a los otros y trapicheando con el beneplácito de los guardias más permisivos y corruptos. Un panorama desolador que unido a la paciencia con la que ambos ejecutaban cada etapa de su huida y los riesgos que asumían hacía que resultase imposible no regocijarse en cada uno de sus progresos.
A falta de tres capítulos para la conclusión y ya con los dos compinches campando a sus anchas en el exterior de la cárcel, sus responsables tenían a bien sacarnos de nuestro embelesamiento con un jarro de agua bien fría en forma de un quinto episodio a modo de flashback en el que por primera vez se exploraba el pasado de los delincuentes. De esta manera nos enterábamos de cómo uno de ellos había participado en el asesinato de un buen policía al que él y sus socios habían disparado y atropellado tras darles el alto, un crimen brutal que no tenía nada que envidiar al de su compañero. El personaje de Del Toro, siempre tan sosegado, había sido capturado tras secuestrar a un anciano al que torturó salvajemente para que le entregase sus ahorros y que posteriormente descuartizó para que fuese más difícil localizar el cuerpo.
Brett Johnson y Michael Tolkin parecían dirigirse a la audiencia para recordarles que si estos dos sujetos estaban encerrados era por algo, que no eran víctimas de un sistema que justificase su osada fuga. Tampoco trataron de dulcificar la conducta de Tilly Mitchell (Patricia Arquette), cuyo pasado confirmaba que sus escarceos no sólo eran fruto de los anhelos de una mujer triste e insatisfecha. Ella era, en esencia, una mala persona que no tuvo reparos en hacer daño a sus allegados para salirse con la suya.
La recta final de la serie, con los dos presos tratando desesperadamente de escapar de la justicia, ya no se vio con los mismos ojos. La treta funcionó, y quién sabe si el efecto que provocó Fuga en Dannemora no hiciese que muchos seriéfilos se replanteasen las implicaciones de muchos de los acontecimientos que marcaron sus ficciones predilectas.