Que un tipo en apariencia normal decida tomarse la justicia por su mano y poner en jaque a los maleantes que atemorizan al barrio no es nada nuevo. Películas como El justiciero de la ciudad y sus secuelas nos enseñaron cómo se la gastaba Charles Bronson en los setenta y ochenta, un duro entre los duros que no dejaba un diente sin mellar cada vez que la policía se encogía de hombros ante la intolerable anarquía callejera. Su mirada pétrea y su alergia a la injusticia social se ganaron el fervor de los espectadores, los mismos que a día de hoy siguen dando muestras de esa feroz atracción hacia la figura del fuera de la ley.
La cinta dirigida por Ilya Naishuller tiene el efecto lúdico y liberador de los clásicos de Bronson si bien cuenta con los códigos estéticos de John Wick, película con la que comparte guionista. No debería extrañar por tanto que el anticuado cliché de la amenaza de los violentos pandilleros haya dado paso a la de mafiosos con acento ruso que apuran sus tragos de vodka como si fuesen de agua del grifo y que visten trajes satinados que ya de por sí justifican el más severo de los correctivos.
El encargado de aplicarlo no es otro que Hutch Mansell, un padre de familia hastiado de su vida ordinaria y del menosprecio que recibe a diario de su propia mujer y de su hijo mayor. Su delicada relación sufrirá un duro revés después de que una noche un par de delincuentes de poca monta asalten su casa y Mansell decida evitar el enfrentamiento, un episodio desafortunado que despertará en él un lado oscuro que llevaba mucho tiempo reprimiendo.
Nadie, al contrario de lo que ocurre en otras propuestas como John Wick, no se preocupa demasiado de justificar el estallido de violencia que da sentido a la cinta. Al donnadie al que da vida Bob Odenkirk no le han robado el coche, ni le han dado una paliza, ni siquiera le han matado al perro. Su arrebato furibundo no responde tanto a la imperiosa necesidad de venganza como al desahogo de su propio ser. Actos de profunda rebeldía ante lo que se ha convertido que le acercan más al William Foster de Un día de furia que al implacable asesino de Keanu Reeves.
Hutch no fractura un hueso ni dispara una bala que no saboree con fruición, tal vez por eso nos resulte imposible no ser cómplices de su deleite en cada reyerta y en cada tiroteo de un filme que se evade de cualquier atisbo de corrección política. Como su protagonista, no tiene el más mínimo afán de fingir ser lo que no es.
Escenas como la del autobús, un tributo sincero Oldboy de Pak Chak-un, nos revelan hasta qué punto Odenkirk ha hecho suyo un personaje en el que no se aprecian trazas de sus anteriores trabajos, mucho menos del abogado charlatán que le dio fama mundial. Un antihéroe hecho a sí mismo que capitanea con firmeza este frenesí salvaje en el que también tienen cabida viejas glorias como Michael Ironside o un descomunal Christopher Lloyd, cuya delirante aportación al relato exige ser descubierta en la sala del cine.
He disfrutado como un enano con la cinta. En mi opinión, el personaje de Michael Ironside se merecía un poquito más de marcha. El resto,fantástico. Hasta el villano es como debe ser: una mezcla de malvado, psicópata y sanguinario a partes iguales, pero con toques rusos, que se lleva mucho.